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Fuimos llevados a comprender que todo sacrificio produce bendición, y que así como Jesús entregó su vida por amor, nuestra alabanza también implica sacrificios: romper estructuras, dejar la vergüenza y rendirnos con todo nuestro ser.

La alabanza es proclamar en voz alta quién es Dios para nosotros, mientras que la adoración es rendirse en humildad y comunión profunda. No se trata de cantar por costumbre, sino de adorar desde el espíritu y la razón, reconociendo que Dios habita entre las alabanzas de su pueblo.

Salmos 22:3 (RVR1960): “Pero tú eres santo, tú que habitas entre las alabanzas de Israel.”

Jesús abrió el camino al Padre para que todos podamos entrar en su presencia. Ahora no necesitamos ritos, sino una relación viva con Dios, ya que Él busca adoradores verdaderos, que no solo se acerquen por necesidad, sino por amor, gratitud y revelación.

Cuando alabamos, el cielo se abre, los planes del enemigo se anulan y nuestras manos alzadas se transforman en armas de guerra espiritual. Nuestra adoración crea atmósferas donde Dios se manifiesta, libera, sana y transforma.