Jesús vino a modelar al Padre, hablar del Padre y establecer el Reino de Dios. Ese Reino no consiste solo en palabras, sino en el poder demostrado por Jesús al sanar y echar fuera demonios. Él comisiona y nos entrega una unción por el Espíritu para mostrar al Padre y llevar a las personas a la reconciliación. La unción es un regalo inmerecido, dado para demostrar el Reino.

Jesús dijo: “Es necesario que yo me vaya” para que venga el Consolador. En Hechos 2, el entendimiento espiritual de los discípulos fue abierto. Con esa unción venimos con expectativa a recibir la Palabra y ser canales de bendición, porque lo que Cristo hizo en nosotros—sanar y liberar—ahora lo usamos para que otros sean libres y sanos.

Después de la afirmación viene la prueba: tras el bautismo y la voz del Padre, Jesús fue llevado al desierto. Cada palabra y bendición será probada. El enemigo busca robar la semilla, tocar la identidad de hijo y la consagración; por eso cuidamos la salvación, la unción y la Palabra, enfrentando los problemas de manera diferente y recordando que somos “más que vencedores” en Cristo.

Jesús volvió en el poder del Espíritu y leyó: “El Espíritu del Señor está sobre mí” para anunciar buenas nuevas, sanar, libertar y restaurar. Esa palabra es para nosotros: la unción pudre el yugo (Isaías 10:27). Somos extensión de Dios para romper cadenas y manifestar su gloria. Esta generación fue llamada a demostrar el Reino aquí y ahora, con sanidad, liberación y restauración. No es un reino solo de palabra, sino de poder.

Después del bautismo, el Padre valida que Jesús es su Hijo. Luego el Espíritu lo lleva al desierto, donde es probado por el diablo, tentando su identidad de hijo. Sin embargo, el Reino que Jesús muestra no es de palabra sino de poder. Cuando en la sinagoga lee Lucas 4:18–19, marca la pauta de nuestra asignación: sanar a los quebrantados de corazón, dar vista a los ciegos y libertar a los oprimidos.

Esa unción fue delegada a la iglesia para proclamar sanación, liberación y restauración a los pobres espirituales y materiales. No es para guardar—no seas un “vampiro espiritual”—sino para usar, imponer manos, orar y llevar a la gente a Jesús. La validación implica autoridad delegada, porque lo recibido se demuestra, no solo se habla.

Los “quebrantados de corazón” son aquellos despedazados o estropeados; descritos como almas fragmentadas en voluntad, intelecto y emociones. Distinguimos la influencia demoníaca, que es rompible en Cristo, de la posesión, que ocurre en quienes no han entregado su vida a Jesús. Para eso está la unción, que pudre el yugo y rompe pactos con las tinieblas; frente a influencias, “los demonios no se aconsejan, sino que se echan fuera”.

Existen obstáculos en el alma, como el rechazo, la culpa, la vergüenza y la falta de perdón. Para encontrar sanidad, la consejería y guía son preventivas. Como salida de la cautividad, se lee Salmo 126:1–3, donde “la boca se llena de risa y la lengua de alabanza”. Pero aun cuando haya problemas, quien aplica esta enseñanza en el Reino de Dios vive con alegría.