Una de las enseñanzas más desafiantes de Jesús se encuentra en la parábola de la higuera estéril, registrada en Marcos 11:11-20. Jesús, al tener hambre, se acercó a una higuera frondosa pero sin frutos, y como consecuencia la maldijo. Este acto simboliza una verdad profunda: no basta con tener apariencia de vida espiritual, sino que debemos producir frutos reales que testifiquen de nuestra transformación interior.

Así como muchos creyentes comienzan el camino de la fe con entrega total, con el tiempo algunos quedan solo con “hojas bonitas”; es decir, una imagen externa sin una verdadera relación con Dios. La presencia de hojas no garantiza fruto, especialmente si no hay madurez espiritual.

La prédica nos llevó a examinar nuestro interior: ¿Estamos dando fruto o solo mostrando apariencia?

Jesús no busca lo superficial, sino una vida rendida que produzca gozo, paz, fe, dominio propio y los frutos del Espíritu Santo, como lo enseña:

Mateo 7:20 (RVR1960): “Así que, por sus frutos los conoceréis.”

También fuimos advertidos sobre la consecuencia de no dar fruto, ya que:

Marcos 11:20 (RVR1960): “Y pasando los discípulos aquella mañana, vieron que la higuera se había secado desde las raíces.”

Esta sequedad espiritual ocurre cuando dejamos de crecer, de ser moldeados y de servir. Pero el propósito de Dios no es condenar, sino limpiar y podar para que llevemos más fruto:

Juan 15:1-2 (RVR1960) “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto.”

Dios nos creó a su imagen:

Génesis 1:27 (RVR1960) “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.”

El mensaje fue claro: Cristo no nos llamó para vernos frondosos, sino fructíferos. Y los frutos no son para nosotros, sino para bendecir y dar a otros.