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La autoridad y el poder de Dios se han manifestado en la tierra desde el principio. Adán recibió esa autoridad directamente de parte de Dios, pero su pecado lo llevó a perderla. Aunque grandes hombres como Moisés, David y Abraham caminaron con el Señor, fue Jesús quien obtuvo y ejerció plenamente esa autoridad y ese poder.

Cristo delegó esa autoridad a Su Iglesia, y nos corresponde ejercerla para destruir las obras de satanás. Es una autoridad para sanar, liberar, restaurar y manifestar lo sobrenatural, porque el poder de Dios no es humano ni natural, sino eterno y superior a toda limitación.

La Escritura declara:“Una vez habló Dios; Dos veces he oído esto: Que de Dios es el poder” (Salmos 62:11).

El poder es la virtud que opera los milagros y respalda la autoridad; mientras que la autoridad es el derecho legal otorgado por Dios para ejercer ese poder. Ambos se equilibran como el respaldo divino que nos capacita para actuar en la Tierra como representantes de Su Reino.

Así lo afirma también la Palabra:“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).

Esto significa que, aun en medio de aflicciones, nuestra identidad no cambia: en Cristo siempre hay victoria. Al someternos a Su autoridad, permanecemos bajo Su influencia, protección y cobertura.

 

La autoridad ejercida en la tierra

Cada uno de nosotros, hasta el día de hoy, espera milagros, rompimientos y situaciones transformadas. Pero para que eso ocurra, no basta con esperar pasivamente: debemos levantarnos como guerreros y declarar con nuestros labios, porque hay poder en lo que pronunciamos.

Desde el principio, Dios nos creó con esa identidad:“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra” (Génesis 1:26).

Conforme a esa semejanza, nos delegó una autoridad espiritual real. Esa autoridad no fue entregada para ser contemplada, sino para ser ejercida aquí en la tierra.

Jesús vino a demostrar ese poder sobrenatural: sanó, liberó, restauró y transformó. La gente lo seguía porque creían en Él y veían que el Reino de Dios estaba entre ellos. En Jesús se manifestaba la intercesión constante, donde la oración producía cambios, transformaciones y milagros.

Pero ese mismo poder no quedó solo en Él: fue entregado a Su Iglesia como herencia espiritual, para que ejerzamos dominio y señorío en el nombre del Señor.

La Palabra nos recuerda:“Así, pues, nosotros, como colaboradores suyos, os exhortamos también a que no recibáis en vano la gracia de Dios” (2 Corintios 6:1).

No estamos solos, nunca seremos desamparados. Tenemos un propósito eterno, junto con la unción y la autoridad necesaria para cumplirlo.

Caminar en poder y autoridad

La Biblia enseña —en Mateo, Santiago y Lucas— que este poder delegado por Dios a Jesús debe permanecer en Su Iglesia. Accedemos a él mediante la oración, el ayuno, la obediencia y la rendición.

Hoy más que nunca, necesitamos apropiarnos del poder que el Señor nos ha concedido y caminar con convicción, fe y certeza de lo que el Reino del Padre es capaz de hacer en nosotros y a través de nosotros.

Los cielos están abiertos para aquellos que creen, declaran y se mueven en obediencia.

Que el poder de Dios se derrame sobre Su pueblo, no como teoría, sino como una realidad viva que transforma, libera y manifiesta Su Reino en la tierra.